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Publicado por el Oct20, 2017

Dicen los que saben de apiterapia que las abejas recorren la anatomía humana hasta encontrar el lugar adecuado para soltar su veneno. Nunca clavan el aguijón al azar, sino donde su instinto les dicta. Al parecer, son muchas las propiedades curativas de ese aguijonazo. La mejor prueba: los recolectores de miel, que tantas picaduras cosechan de los industriosos insectos, gozan de una misteriosa inmunidad a muchas enfermedades.

Este asombroso ‘saber sin saber’ que rige el instinto animal pude experimentarlo hace mucho tiempo en mi primera visita a Rishikesh, a orillas del Ganges, en mis propias carnes. Ya lo he contado más veces. Una vaca se acercó a mí cuando me hallaba sentado en un banco en el ashram de Sivananda. Yo arrastraba de hacía tiempo una seria lesión de menisco que me obligaba a caminar cojeando ostensiblemente con ayuda de una cachava. El animal, tras contemplarme ociosamente desde cierta distancia, terminó acercándose sin prisa, y enseguida empezó a lamer mi maltrecha rodilla. No sé si alguno de mis amables lectores habrá sufrido alguna vez los lametazos de un bovino, pero puedo asegurarles que la lengua de las vacas es como una garlopa, un auténtico abrasivo para tejidos tan delicados como la piel humana. Al principio me sentí gratamente sorprendido de que la vaca hubiera elegido ese punto dañado de mi anatomía para lamerlo (¿y curarlo?), pero pronto descubrí que sus lametazos eran pura lija y me estaban produciendo puntos sanguinolentos en la piel. Traté por todos los medios de apartarla como fuera, pero el animal seguía, erre que erre, pasando su lengua una y otra vez por el mismo lugar. Algunos de los presentes, intentaron alejarla a empujones, pero nada.

Las vacas siguen siendo animales sagrados en la India y comparten espacios con los humanos.

Cuando ya no quise aguantar más las dolorosas muestras de amor vacuno, me levanté como pude y me alejé a buen paso del lugar, ¡sin bastón y sin cojera! Todos los presentes, que llevaban semanas viéndome cojear penosamente, se quedaron de piedra. ¡Aquello era un milagro! Y, además, en Rishikesh. Perplejo y eufórico, bajé corriendo la larga escalinata que lleva al Ganges y lancé simbólicamente la cachava a sus aguas sagradas, como hacen los sanados por la virgen en la piscina de Lourdes. Una vez más, toda la magia y el misterio de la India se habían concitado para obrar un ¿milagro? Llámenlo como quieran, pero los allí presentes no encontraron otra palabra más cabal para definirlo. Para mí, un descreído, aún es un misterio.

Las viejas escaleras que descienden hasta el Ganges ocupadas por peregrinos que hacen sus abluciones.

Eso fue hace muchos años, cuando Rishikesh, a siete horas de viaje de Delhi, era un enclave delicioso, a orillas de un Ganges limpio, verde y majestuoso. Lejos de todo y cerca de las cumbres del Himalaya, la población la conformaban un puñado de ashrams y una hilera interminable de renunciantes que pasaban, aguas arriba, en su largo peregrinaje hacia Gangotri. Era un mundo espiritual, dominado por el color salmón de los dhotis de los monjes, en el que los pobres comían gratis, los devotos participaban en incontables ceremonias religiosas y los ermitaños encontraban siempre cobijo en las recoletas playas de arena blanca de los alrededores. Un poco apartada, una pequeña ciudad somnolienta proveía los necesarios servicios a monjes y adeptos. Rishikesh era un rincón para iniciados, un refugio monástico lejos del mundanal ruido, donde gurus, monjes y sabios meditaban y estudiaban en medio de una naturaleza esplendorosa.

Los buscadores más sinceros se refugian en rincones apartados para meditar.

Hace sólo un par de semanas volví a un Rishikesh desconocido, totalmente tomado por hordas de turistas del espíritu, vacío de peregrinos, renunciantes y sadhus, que seguramente han decidido sortear el nuevo emporio turístico y seguir su camino, aguas arriba, para alejarse del bullicio de una ciudad comercial, en la que hasta los ahrams se han convertido en grandes negocios y ya no enseñan yoga al amanecer, sino que venden todo tipo de productos intangibles: seminarios, masajes, cursos, clases, comidas, alojamiento… Aquellas escaleras del ashram de Sivananda que descendí hace lustros a trompicones hasta el Ganges están ahora cerradas con una verja de hierro y la bucólica carretera que bordeaba el río y aparecía siempre transitada por monjes descalzos y semidesnudos es ahora un largo y estrecho pasillo jalonado de tiendecillas a ambos lados y abarrotada de extranjeros y motoristas bulliciosos que no cesan de hacer sonar sus claxones como posesos. Ya no se pueden ver desde allí las aguas verdes y sagradas de un Ganges todavía puro ni cruzar cualquiera de los dos puentes peatonales que unen ambas orillas sin sufrir un agobio no apto para agoráfobos.

Uno de los puentes sobre el Ganges muestra el agobio de la masa incesante que lo cruza en busca de nuevas emociones/ Foto: F- López-seivane

Rishikesh, uno de los lugares mas místicos de la India, morada de renunciantes y meditadores, se ha convertido hoy en un laberinto de tiendecitas de souvenirs, en un mercadillo infinito y agobiante, por el que pulula un ejérciro de trasnochados y sudorosos buscadores espirituales de ocasión. Los auténticos buscadores que antaño llegaban con muchas penurias y hambre de sabiduría, se encunetran ahora con una pintoresca e incómoda ciudad abrazada al río, donde hasta la ceremonia del Arati que se celebra cada atardecer es un mero espectáculo para turistas desavisados y consumidores de productos pseudoespirituales.

Puesta en escena de la ceremonia del Árati al atardecer.

El Árati del atardecer, una ceremonia que ningún turista se pierde en Risshikesh.

Hasta los monjes son ‘pseudo’, monjes disfrazados con aparatosos ropajes para llamar la atención del turista y sacarles alguna dádiva/ Foto: F. López-Seivane

Hay quien opina que el deterioro comenzó a finales de los sesenta, cuando un pseudoguru, llamado Maharishi Mahesh Yogui, comenzó a comerciar con la meditación, extendiendo por occcidente un lucrativo comercio de venta de mantras bajo la denominación comercial de ‘Meditación Trascendental’. Con los beneficios, hizo construir un lujoso ashram de mármol en Rishikesh, al que invitó a los Beatles, entonces en plena fase mística. Aquello fue una formidable campaña de marketing, pero también supuso un grave deterioro para la imagen del Maharishi, ya que se dice que se sobrepasó con la chica de George Harrison. Los Beattles abandonaron inmediatamente el lugar y le dedicaron su famosa canción The fool on the hill (“Todos saben que es idiota, todos menos él”). El ashram ya no existe, pero en su día supuso el principio del fin de la espiritualidad sin afán de lucro que había caracterizado a los ashrams de Rishikesh hasta entonces. El chorreo de turistas occidentales con sus dólares constituyó una tentación demasiado grande para muchos, que decidieron hacer caja y ‘vender’, en lugar de transmitir, la vieja sabiduría de los yoguis.

Maharishi Mahesh Yogui con los Beatles en su ashram de Rishikesh

Creo que mis pies no volverán a hoyar nunca los insufribles mercadillos de una ciudad que fue refugio espiritual, fuente de sabiduría y escuela de vida, y se ha convertido en meca de turistas del espíritu y practicantes de yoga desorientados. Créanme que lo escribo con mucho dolor.

Para dimes y diretes: seivane@seivane.net

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